01 junio, 2022

LECTURA CONTINUADA DE "OCHO ESTAMPAS EXTREMEÑAS" DE VALDÉS

 





 








Con motivo de la celebración el pasado 23 de abril del Día del Libro 2022, desde la Asociación Cultural y el Club de Lectura "Alfonso Guerrero", organizamos una lectura continuada de una obra de un autor extremeño, el día 20 de abril, con la colaboración de los alumnos y alumnas del Colegio Público de Esparragosa de la Serena. Se trataba de la obra Ocho estampas extremeñas (1932), del escritor extremeño Francisco Valdés (1892-1936), natural de Don Benito. Dicha obra es una colección de escenas costumbristas o estampas, en las que da rienda suelta a todo su talento literario, y que se titulan Ana la campanera, La sequía, Jayán y Gayamero, Brujería, Las retamas, La sombra de Cortés, Una vida humilde y La serrana de la Vera. Tanto los niños de 5º y 6º de Primaria del colegio y sus respectivos maestros, como algunos vecinos del pueblo, leyeron la obra completa a partir de las 11 de la mañana de ese día, en la Biblioteca Pública, en un acto que fue retransmitido en directo a través de la red social Facebook. 

 

 

Para aquellos que no conozcan esta obra tan importante de la literatura extremeña del siglo XX, os dejamos una de las estampas completas, Las retamas, en la que Valdés ensalza la belleza de los campos extremeños y de una de sus plantas más típicas: la retama.

QUINTA ESTAMPA. LAS RETAMAS. 

Antes podía cantarse con bien sonora lira; ahora contarse su atropello con amarga tristeza. En los senos de sus cerros y en el regazo de sus cañadas las retamas tejieron sus bolas de verdura.

Era una alfombra de maravilla, en primavera, sobre aquel suelo ondulado, destacando de su gualda florido sus recias copas las encinas de bronceada eternidad. En sus medios, dos charcas con las aguas limpias de la invernada, donde acudíamos a echar el trasmayo y a yantar los hornazos pascuales.

Atalayando el retamal en su dirección norte dominaba el cerrete más pomposo, coronado con una casilla blanca -refugio de guardería- rodeada de espesas y altas retamas, tan altas como su techumbre de roja teja romana. Más al fondo, el tope de la Sierra de Magacela encrestada con su iglesia, su castillo y sus peñones. Casas y ollerías gateando por la fragosa falda empinada. Y allá, en el horizonte, la serranía de Guadalupe con su incierto gris azul lejano.

Sobre todo en primavera, el retamal era un encanto. Brotaban sus flores, de un amarillo naranjado, que exhalaban su denso olor, embriagándolo. Verde olor de verdura. Dilatado verde olor de amargura. El amargo de sus zahumas, de sus vástigas, de sus raíces -rectas, finas- barreneras de la tierra. Y cuando el sol de fuego caía de la altura, onduladas por la brisa, era una sinfonía rumbosa de paganismo. ¡Las retamas!

Tenue y brincante rumor de esquilas y algún silbato o tonadilla pastoril. Rumoreo de abejas en torno a su azahar, y un poco más lejos, al filo del boscaje de retamas, las yuntas, con sus gañanes, dibujando en la arcilla sangrante las filigranas de sus alicatados. Las ringleras de los habales con flor blanca y azul. Las tiernas líneas de las garbanceras. El chicharral, ya revuelta su espesa cabellera de verde limón, con sus floridos puntitos blancuzcos y amoratados. La extensa sábana del trigal madurando. Al lado, la barbechera, donde la punta del arado va trazando las rayas de la vida.

Algún disparo de cazador furtivo, y, en la lejanía, el barreno sordo de la cantera del calero. Cantatas de gañanía. El duro y corto paso del borrico, senda delante, sobre su lomo el pastor o el buhonero. El monólogo jacarandoso del perdigón. Campo y calma. El dorado y cumplido sueño de unas vidas tranquilas, limitadas y acordes. El refugio de quien quiso separarse del ruido mundanal y afincarse y ahincarse entre este monte de retamas sobre las que columbran copas de encinas milenarias.

Aquí he vivido yo. Me he criado entre mis retamas, que antes fueron de mi padre, y antes de mi abuelo, y antes de mi bisabuelo. Salvo una temporada, pasada baldíamente en la Universidad madrileña, mi vida estuvo adscrita a este retamal con sus viejas encinas. Era mi fiel consuelo y la flor de mi existencia. Mi trato con la vida mundana me dañó el cuerpo y el espíritu. Iba logrando sanarlos al contacto del abierto paisaje de la recia Extremadura; en este rincón del mundo que mis antepasados lograron infundirle su aliento con sus dignos deseos y sus obras de rectitud: el buen consejo atinado, la ayuda consoladora, la censura estricta cuando era necesaria, el respeto y la consideración mutuas. Que no llegara a abrir sus fauces el hambre en derredor.

Un amplio cortijo atendido. Limpieza en todo. El albor de la cal y el rojo del ladrillo. Colmenar, columbario, cercamentos ganaderos, huerto con rosales, claveles, lilos, acacias y almendros; conejar, lagunas y refugios, las fuentes de agua cárdena y dulcísima, pozos con sus brocales berroqueños. Orden en todo. Que nada fuera maltratado: hombres, animales, plantas. Un cuidado exquisito y una justa vigilancia. Y ese deseo ferviente, sostenido día tras día, de mejorarlo todo, de procurar su aumento y perfección.

Era mi orgullo. No había otro más frondoso retamal en los contornos. Ninguno mejor atendido; ninguno más renovado. Era la admiración del transeúnte por la senda que enlaza la tierra de barros dombenitense con los pueblos de la Serena: Campanario, Castuera, Zalamea, La Coronada, Benquerencia. Asilo de las liebres acosadas por el galgo d’annunzziano en las limpias y anchas tierras que le circundan. Morada de bandadas de alondras, que yo alguna vez deslumbraba con el espejuelo. Era la alegría de mis ojos y el bálsamo a mi melancolía.

¡Mi retamal soberbio! Con sus desflecadas cabelleras de zahumas, formando bolas de verdor perenne: en primavera sobre la verdura intensa del majadal florecido; en el estío sobre el terroso pastizal, coronado por las recias encinas plantadas por la morisma.

Tras la espesa retama que esquivaba el cuerpo en aguardo, he visto venir, sorteando el bosque de retameras, el celo de cinco y seis lebratos tras la hembra en su sazón floreada, con su brincar de lucha, sus mordiscos en las tiesas orejas, con sus zarpazos de sensualidad, con sus alaridos rijosos. Otras veces, cuando ya la luz cárdena de la tarde baja a mancharnos con su sombra de túnica de silencio -reposo augusto de todo lo creado-, en ese momento en que nuestra vida se funde entre cielo y tierra, contemplaba acudir las liebres sedientas de sed, parándose de vez en cuando, sentadas sobre sus patas traseras, empinando el hocico, atiesando sus orejas para suplir con el oído su falta de visión. Sobre el amparo de una vieja retama enclavada sobre «macho» de la charca las veía aparecer, entre dos luces, por los cañazos que vertían en la laguna, sorteando los troncos de retamas, acuciando desde la caliente sombra de ellos, ciegas al agua, con sus tranquilargos avances, hasta ponerse bajo la puntería del cañón de mi escopeta...

Y por entre el entallecido espeso de sus troncos, metido en el aguardo -siberianas horas tranquilas del amanecer-, cuando se iba perfilando el jaspeo de sus colores a la incierta luz de la alborada, y después bruñidas por el sol que nos lanzaba el desplome de la sierra de Puebla de Alcocer, acudían las perdices reclamadas por la jácara encelada del pájaro del mampostero. Delicia egregia de ver nacer la vida con el día, en toda su desnuda solemnidad profunda, rodeado de inmenso clamor de silencio, ufano y fecundo, como la palabra del profeta, como la danza del corazón de Dios.

Sobre el verde caído del retamal: el arrullo caliginoso de la tórtola, la flauta de la oropéndola, el trino claro de la calandria, el aleteo del pardal, el planear inmóvil del milano. Entre sus troncos: el nido desamparado del capacho y la perdiz. Entre sus raíces: la hurrera del lagarto. Y entre sus zahumas, oculta, la bolita, maravillosamente entretejida de pasto, donde el pajarín infantiliza el acto de la creación.

Sí; yo he visto mis retamas, años tras años, con todas sus luces, con todos sus colores, con todos sus padeceres y alegrías. Cuando en las madrugadas de agosto, sentado en un «paso de liebres», ya de recogida, buscaban su descanso. Las estrellas parpadeaban sus últimos guiños.

Eran bultos de sombra ante el ojo avizor de la caza al cruzar. Por Oriente se desleían los primeros barruntos de claridad. Se iban destacando lentamente las retamas de su suelo, desperezadas por el relente mañanero, vistiéndose sus verdes ambiguos de las cogollas. Las jóvenes, como tiestos de juncos; las viejas, descarnados sus talles, de un pardo sucio, con los lunares ocrosos que la carroña trae a la ancianidad de sus troncos.

Las he observado desde la altura de mi ligera y dócil borriquilla blanca, al caminar entre ellas a inspeccionar las faenas agrícolas. Medianera la mañana, con el sol inflado de lumbre del verano, con el sol asilado de la invernada, con el sol de la melancolía otoñal, con la primavera de sol. Pomposas en mayo con su embriagante funda de bayeta amarilla, meciéndose con gachonería por el rizo de la brisa. Batidas y castigadas con el azote frío y ensañable del aire marceño. Latigadas por el granizo y la lluvia implacables. Perladas al concluir la suave y calenteja llovizna, irisándose al acudir el rayo de sol. Esfumadas en el humo denso y frío de la niebla decembrina, en ahogo su corpulencia, como norteños fantasmas cargados de zozobra. En la noche encalmada, sus manchones por donde puede llegar lo sorprendente del misterio; en la noche borrascosa, con sus rugidos como la mar de los naufragios; en la noche de escarcha, iluminada por la luna, resaltantes sobre el suelo de maravilla y espejándose sus sombras plateadas, en un lago de ensueño, jamás olvidada su fantasmagoría. Y también las he visto cargadas de nieve, vestidas de pureza, revistiendo su corona de nítida blancura, surgiendo de la leche de la tierra, vencidos sus tallos, como recibiendo un dulce peso de caricias.

 

Y tú, lenta retama que de olorosos bosques

adornas estos campos desolados,

también tú pronto a la cruel potencia

sucumbirás del soterraño fuego,

que al lugar conocido retornando sobre tus tiernas matas

su avaro borde extenderá. Rendida al mortal peso,

 inclinarás entonces tu inocente cabeza.

No es la brasa del volcán quien ha destruido mis retamas, como esas del canto leopardino. Ha sido la lava del volcán de la codicia humana. El brazo destructor al servicio de la intención malvada. Llegaron de las villas inmediatas. Entre ellas, Magacela. En ese desborde incontenido de feroces cuadrillas insaciables, en pocos días, me arrasaron el retamal magnífico: orgullo comarcano, delicia de la vista, consuelo de mi vida. Juntas de hombres se llegaron a él, acometiéndole con las manos, con las hachas, con los picos, con los zachos. Quedó rasa y desnuda la tierra que le mantenía. No parecía la misma. Quedaron como testigos de la afrenta las viejas encinas, las charcas bruñidas de azul rizado, los aguardos de la perdiz, la roja piedra guijeña. Quedó como campo de abandono y desolación lo que antes fuera alegría y abalorio de feria campesina.

Emigraron las liebres de ancas estiradas, las perdices ligeras. Pío de lamento se me hace lloro en el pecho, cuando el pardal y los trigueros cantan. Desnudita ha quedado mi tierra. Desierto de tristezas, erial de desolaciones. ¿Culpas? Allá en tierras de Corte y Leyes unos hombres atizaron el fuego del odio y el manantío de la destrucción. ¡Cosas de la vida! ¡Cosas de mi España!

Malditas sean esas manos que os arrancaron y destrozaron. Pero os pudisteis ir orgullosas, ¡retamas mías! Jamás profané vuestra sombra buscando el descanso sucio de una embriaguez; jamás a vuestro cobijo acudí para la satisfacción de la deshonesta lujuria; jamás me escucharon vuestras ramas palabras en intención de añagaza y daño. En mi trato, el respeto y la dulzura, porque mis pupilas os miraban sin la codicia del interés y os veían con el dardo de la belleza.

OCTAVO LIBRO: "SEDA" DE ALESSANDRO BARICCO

  Una vez más, el día 7 de marzo de 2023 nos reunimos en nuestro lugar habitual los miembros del Club para conversar sobre nuestro siguiente...